" He visto a Dios a menudo en mi vida. Allá, en ese desierto mauritano, bajo la luna que rastrillaba la noche con tonos violetas y azules; en las mezquitas frescas de Bengasi o de Trípoli, en Libia; durante mi periplo hacia Cirene, la patria de Aristipo; no lejos de Port Louis, en Mauricio, en un santuario consagrado a Gamesh, el dios adornado con una trompa de elefante; en la sinagoga del barrio del gueto, en Venecia, con una kipá en la cabeza; en el coro de las iglesias ortodoxas en Moscú, un ataúd abierto en la entrada del monasterio de Novodevichye, mientras que en el interior rezaban la familia, los amigos y los popes con sus magníficas voces, cubiertos de oro y rodeados de incienso; en Sevilla, delante de la Macarena, en presencia de mujeres bañadas en lágrimas y hombres de rostros estáticos; o en Napóles, en la iglesia de San Javier, el patrono del pueblo construido al pie del volcán, cuya sangre se licúa, según dicen, en determinadas fechas; en Palermo, en el convento de